martes, 10 de noviembre de 2009

El monte Fuji (I)

He vuelto… a subir por segunda vez el monte sagrado de Japón. Junto a mi amigo Kuniyoshi ascendimos el Fuji-san en la segunda semana de agosto, en pleno verano. La aventura se inició en Shinjuku, Tokio, donde partían los buses que nos dejaban en la quinta estación. Desde ahí, tendríamos que comenzar el ascenso a las diez y media de la noche, para tratar de llegar a la cima aproximadamente a las cuatro de la madrugada, hora en que sale el sol. Fue una experiencia inolvidable y plena de anécdotas. Recordé un capítulo del libro de Lafcadio Hearn, del cual transcribo un fragmento:

“4. FUJI-NO-YAMA

Kite miréba,

Sahodo madé nashi,

Fuji no Yama!

[Visto de cerca, el monte Fuji no está

a la altura de nuestras expectativas.]

FILOSOFÍA PROVERBIAL JAPONESA

La vista más bella del Japón, y sin duda una de las más bellas del mundo, es la aparición lejana del Fuji en los días despejados, sobre todo en los días de primavera y otoño, cuando la mayor parte de la cumbre está cubierta por nieves tardías o muy tempranas. Rara vez puede distinguirse la base sin nieve, que conserva el mismo color que el cielo: sólo percibes el cono blanco que parece colgar del cielo; y la comparación japonesa de su forma con la de un abanico invertido y a medio abrir adquiere una precisión extraordinaria merced a las finas vetas que se extienden hacia abajo desde la hendida cumbre, como sombras de las varillas de un abanico. La visión parece incluso más frágil que un abanico; es más bien el espectro o sueño de un abanico; sin embargo, la realidad material que se alza a cien millas de distancia es grandiosa entre las montañas de la tierra.

Con una altura de casi 12.500 pies, el Fuji es visible desde trece provincias del Imperio. Sin embargo, está entre las montañas altas más fáciles de subir y durante mil años ha sido escalada cada verano por multitud de peregrinos. Pues no es sólo una montaña sagrada: es la montaña más sagrada del Japón, la más santa eminencia de una tierra llamada divina, el Altar Supremo del Sol; y subirlo por lo menos una vez en la vida es una obligación de cuantos veneran a los antiguos dioses. De modo que, cada año, desde todos los distritos del Imperio, los peregrinos emprenden el camino del Fuji; y en casi todas las provincias hay cofradías de peregrinos -Fuji-Kó- organizadas con el fin de ayudar a quienes desean visitar la cumbre sagrada. Si bien no todo el mundo puede llevar a cabo en persona este acto de fe, sí puede hacerlo al menos mediante un representante. Cualquier aldea, por remota que sea, puede ocasionalmente mandar a un representante para que rece ante la divinidad del Fuji, y salude al Sol naciente desde esa sublime eminencia. Así, una sola cofradía de peregrinos puede estar compuesta por hombres de cien poblados distintos”.

Fuente: Hearn Lafcadio, En el país de los dioses. Relatos de viaje por el Japón Meiji, 1890-1904. El Acantilado, Barcelona, 2002. 325 págs.

No hay comentarios: